Empresas culturales

El intervencionismo y la cultura de la subvención pueden transformar la obra de creadores en propaganda política

"Las empresas culturales suelen ser iniciativas de personas apasionadas por la erudición y con talento para los negocios".
"Las empresas culturales suelen ser iniciativas de personas apasionadas por la erudición y con talento para los negocios".

Por suerte hace tiempo que no existe -al menos de manera oficial- el realismo socialista. Murió algo antes de que cayera la mastodóntica Unión Soviética y, más allá de los coletazos de última hora, hoy es una corriente olvidada. Hay quien dice que era una moda muerta desde sus comienzos y que poco aportó a la estética.

Discutir de la industria cultural es arriesgado en España. A mí muchos de los argumentos en defensa de las ayudas a fondo perdido y de las subvenciones me parecen algo paletos. Y en el tema -para qué vamos a engañarnos- rigen topicazos, así como esa idealización de la cultura –ese peligroso esplendor de su aura- que resulta tan lucrativo para el fracasado o el mediocre.

El debate normalmente tiene su dosis también de demonización, como si el mercado -que somos usted y yo, no lo olviden- fuera una fuerza luciferina dispuesta a arrancar las prebendas que, en justicia, le corresponden al artista. Ayer mismo escuché unas declaraciones de un actor que reivindicaba la necesidad de ayudas a los creadores, de crear un impuesto específico a las grandes fortunas, para, al tiempo, arremeter contra la política fiscal de Ayuso.

Hay intervencionistas sensatos. Y también liberales que saben que no todo se puede comprar o vender. Pensarán ustedes que si unos, en efecto, se escudan en lo pernicioso del mercado, otros hacemos lo mismo atribuyendo todos los males al Estado. Marc Fumaroli, que era un intelectual de primera, escribió un libro cuya lectura aconsejo para comprender lo que ocurre cuando los intereses espurios malversan la cultura: El Estado cultural, publicado en 1991 y décadas más tarde en España por la prestigiosa editorial Acantilado.

Fumaroli hablaba, como es natural, del caso francés y de la moda de la “excepción cultural”, un término inventado para proteger, a golpe de subsidio, los bienes culturales de comunidades en declive. Según el académico francés, eso terminó malbaratando la creatividad en el país vecino y transformando la cultura en propaganda.

Al problema de la intervención pública en la cultura se refiere indirectamente Enrique Krauze en Spinoza en el parque México, su entrevista/biografía, recientemente publicada por Tusquets. Se puede decir que Krauze es un discípulo de Octavio Paz, a quien ayudó a poner en marcha la revista Vuelta. El propio Krauze fundó Letras Libres. Además, desde su juventud ha combinado el trabajo como historiador e investigador con la dirección de empresas familiares.

Existe un punto en el que la subvención compromete al creador y al artista, convirtiéndole en un paniaguado. Es difícil determinar la frontera y, para hacerlo, habrá que valorar en cada caso el grado de libertad y de margen que deja el dinero en el creador. Fumaroli lo explicó muy bien, diferenciando la función patrimonial del Estado y el intervencionismo ilegítimo y empobrecedor.

Si el francés se mostró en contra del “Estado cultural” fue tanto por motivos estéticos como políticos. Por otro lado, Fumaroli fue muy hábil a la hora de constatar su fracaso. ¿Acaso no es lícito preguntarse, con él, si las ayudas han mejorado la calidad de nuestro cine o incrementado el nivel cultural de la sociedad?

Krauze tomó conciencia de lo importante que era la empresa cultural transcurridos los sesenta, gracias al contacto concreadores -poetas, historiadores, ensayistas, pensadores- que ayudaron a dinamizar el debate público en su país, sin connivencias políticas. Eso ayudó a personas como él a mantener su independencia. Quizá también le hizo ser un convencido liberal.

 

Las empresas culturales suelen ser iniciativas de personas apasionadas por la erudición y con talento para los negocios. O de la colaboración entre ambos. Que broten y fructifiquen depende mucho del grado de madurez de la sociedad civil. Y en esto, como ya vio Tocqueville, la cultura anglosajona nos lleva ventaja: según Krauze, las empresas culturales pueden recibir alguna ayuda pública, pero se mantienen sobre todo gracias a “fondos privados, donaciones, etcétera”.

En los países en los que no existe esa cultura, es más probable que los tentáculos del poder alcancen predios que se gestionan mejor de otro modo. También es más frecuente que los creadores, a falta de abrigo, busquen protección pública y acaben vendiéndose o falseando su vocación. Lo importante es no dejarse engañar, ni pensar, equivocadamente, que la cultura es gratis.

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