Poesía y dignidad del lenguaje

Leer poesía es un ejercicio necesario en un mundo hiperconectado y con excesivas prisas

“La poesía solo habla a quien se dispone a escuchar. Al principio exige esfuerzo, pero poco a poco uno va penetrando en sus secretos y se hace casi adictiva”.
“La poesía solo habla a quien se dispone a escuchar. Al principio exige esfuerzo, pero poco a poco uno va penetrando en sus secretos y se hace casi adictiva”.

Hay un interrogante que sugiere que las sociedades se despeñan: cuando se interfiere una conversación o se matiza una actividad inquiriendo “Y eso, ¿para qué sirve?”. MacIntyre recuerda en uno de sus ensayos que no se puede argumentar y explicar por qué hay que ser valientes o generosos o virtuosos en general, ya que, en principio, como seres morales que somos, no necesitaríamos fundamentarlo.

Piensen en lo que sucede cuando se plantean dilemas morales: en muchos casos, los experimentos axiológicos parten de presupuestos erróneos. Dar la vida por otro, resistir al mal, saber que elegir entre la existencia de una persona u otra es siempre inmoral; no hay respuestas para ciertos dramas; hay cosas que no deberíamos tener que explicar. Cuando se nos conmina a determinar qué biografía vale más y apelamos a ciertos criterios para mostrarlo empezamos a introducirnos en el mal moral.

En estas lides, además, van unidas la estética y la ética, aunque nos empeñemos hoy en desgajarlas. Algunos afirman que fue Baudelaire el primero que rompió con esa integración que, de acuerdo con la filosofía medieval, existía entre los trascendentales; pero, en realidad, ni fue Baudelaire el primero -quizá si acaso Sade-, ni comenzó a fraguarse la unidad en la Edad Media. Por ejemplo, para el mundo griego y para la cosmovisión bíblica, lo bello es siempre bueno.

Es en este contexto de impugnación del utilitarismo en el que adquiere sentido lo que indica Roger Kimball, un crítico cultural británico y editor de The New Criterion, sobre la poesía. Entiende como un síntoma que sean hoy pocas las personas que se atreven a embaularse versos. No he encontrado datos sobre el público con gustos poéticos, pero tiendo a pensar, como Kimball, que las aficiones de nuestros contemporáneos no están muy próximas a descifrar sonetos.

“No he encontrado datos sobre el público con gustos poéticos, pero tiendo a pensar, como Kimball, que las aficiones de nuestros contemporáneos no están muy próximas a descifrar sonetos”

Pero ¿por qué esto constituye un síntoma? Porque las cualidades que se requieren para leer poesía y dejarse distraer por metáforas y aliteraciones están en las antípodas de las que nuestro mundo reclama. Y no es la única forma de ocio que ha cambiado porque hay hábitos que han pasado de ser “necesarios” a convertirse en hobbies superfluos. “Podría escribirse” señala Kimball “una historia interesante de aquellas actividades humanas que, desde el punto de vista de los gustos más seguidos, han recorrido el camino y pasado de ser una necesidad imperiosa a un logro encomiable o una curiosidad respetable”.

Si regresamos a nuestra primera argumentación, quizá la mejor manera de tomar la temperatura estética es adentrándonos en la conciencia pública moral. Y viceversa: ¿acaso hay mejor modo de saber hasta qué punto una sociedad es buena que observando sus obras de arte? Eso no quiere decir que en ella no se cometan delitos o inmoralidades, pero se hacen a sabiendas de su maldad. Conocer el pecado y saberse culpables es lo que separa al santo del cínico.

En cualquier caso, no es preciso entrar en el polémico tema de la vertiente moral del arte, que tantos ríos de tinta ha hecho correr. Por ejemplo, para Steiner es posible conjugar la sensibilidad estética con un espíritu demoniaco, algo que, por otro lado, quiso reflejar Amis en La zona de interés, llevada ahora a las pantallas por Glatzer con bastante éxito.

Esté o no condicionado moralmente el arte, lo cierto es que a través de la poesía uno conecta con el misterio. Para hacerlo, debe primero habituarse al ritmo, a la profundidad de las palabras, a las dobles intenciones, a estrategias que han ido conformándose durante siglos y siglos. Sucede con la poesía como con toda experiencia estética: es menester familiarizarse obsesivamente, entrar en su templo, para ponerse a tono y captar su mensaje.

 

“Sucede con la poesía como con toda experiencia estética: es menester familiarizarse obsesivamente, entrar en su templo, para ponerse a tono y captar su mensaje”

“La fricción cognitiva que implica la poesía es especialmente valiosa en una época en que la velocidad reina”. Para Kimball, los versos operan como una suerte de lenitivo, como si fueran casi un ansiolítico. Recuerda a este respecto la ridiculización del pedante que con tanta maestría e inteligencia hizo hace años Woody Allen: alguien se ufana de haber leído Guerra y paz en diez minutos. Su conclusión –“trata de Rusia”- muestra el resultado de la lectura rápida.

Hay muchos valores, además de la lentitud, que se pueden cultivar mediante la afición poética. La memoria, por ejemplo. La sensibilidad musical. La capacidad de abstracción. La precomprensión: recuerda en su ensayo el escribir británico una enseñanza de T. S. Eliot, quien indicaba que la “poesía comunica antes de ser comprendida”.

Claro está que también el arte puede ser perverso y lo poético convertirse en un acicate para bajos instintos. La pregunta es si eso merece seguir llamándose poesía o si solo es una forma de caricaturizarla, un medio de obligarla a desprenderse de su aguijón.

La poesía solo habla a quien se dispone a escuchar. Al principio exige esfuerzo, pero poco a poco uno va penetrando en sus secretos y se hace casi adictiva. Nada mejor que terminar con unos versos que exponen de maravilla lo que estamos diciendo sobre el valor de la palabra y la necesidad de lo superfluo.

Se trata de un emocionante poema de Czesław Miłosz: “Me preguntas qué utilidad tiene leer los Evangelios en griego. Te respondo que es bueno guiar nuestro dedo por letras más perdurables que las grabadas en piedra y que, al pronunciar lentamente sus sonidos, conozcamos la verdadera dignidad del lenguaje». La poesía es, indudablemente, el mejor camino para acercarnos a ese tipo de misterios.

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