Prejuicios

Se han difundido una serie de lugares comunes sobre la religión, como si quien suscribe la fe fuera un radical intolerante

“Los nuevos ateos son muy radicales. Acusan a los creyentes de irracionalidad y de extremismo, pero no se puede decir que ellos se queden cortos”.
“Los nuevos ateos son muy radicales. Acusan a los creyentes de irracionalidad y de extremismo, pero no se puede decir que ellos se queden cortos”.

Cada vez más los creyentes tenemos que afrontar situaciones incómodas y eso que, supuestamente, vivimos en entornos con mayor tolerancia que antaño. De hecho, en la opinión pública, ha calado la idea de que cuando las sociedades resultan más avanzadas, hay menos práctica religiosa, aunque la tesis de la secularización, es decir, la convicción de que el progreso implica salir de la iglesia, es ya una teoría demodé.

Así intentó probarlo, por vía empírica, un sociólogo (y teólogo) americano, Peter Berger, en un ensayo en el que explicaba que el hipotético desencantamiento del mundo ocasionado por el avance de las ciencias no había liquidado, frente a lo que opinaba Max Weber, la fe en Dios. Y, en efecto, a tenor de lo que ocurre en otras partes del mundo, no hay que sustituir lo sobrenatural por los tubos de ensayo. Vamos, que no son incompatibles.

Lo extraño es que, a pesar de esas constataciones, vuelvan a recuperarse prejuicios que uno daba ya por superados. Me ha pasado esta semana: brujuleando por podcast y audios me he topado con algunos que difunden tristes tópicos sin apenas rubor. En uno de ellos, por ejemplo, se hablaba de la oscura Edad Media, cuando hay pocas cosas que se hayan cuidado tanto como la luz en una catedral. En otro, la retahíla de lugares comunes sobre la religión -específicamente la cristiana- era para no parar de reír, si la situación no despertara lástima.

Se habla de religión como si la práctica de una fe conllevara inmediatamente la irracionalidad, el dogmatismo, el radicalismo y la defensa de la violencia para solucionar los conflictos. Cuando a ello se suma la Iglesia, el cóctel puede ser explosivo: quien no menciona los casos de pederastia, se refiere a las riquezas del Vaticano, a la sangrienta historia de las cruzadas o a las chapuzas morales de algún que otro Papa.

También algunos, más cultos, se refieren a las Guerras de Religión, aunque se sabe que bajo ese marbete se incluye un número incierto de batallas en las que se luchaba por el predominio en Europa, no por la redención. Ha explicado W. Cavanaugh, al hilo de aquello, que precisamente la “violencia religiosa” constituye un mito creado para socavar la legitimidad de las creencias en el mundo moderno. 

Se habla de religión como si la práctica de una fe conllevara inmediatamente la irracionalidad, el dogmatismo, el radicalismo y la defensa de la violencia para solucionar los conflictos

Es evidente que nadie puede negarlo: hay hechos en las tradiciones religiosas que sacan los colores a cualquiera. Tampoco es lo mismo una creencia que otra y cada una ha de apechugar su historia, como pasa tanto en las buenas como en las malas familias. Pero quizá lo primero que aprende quien empieza a creer y se percata de su propia miseria es que lo alejado que nos encontramos de lo que puede mandar un Dios bueno. Por cierto, que a Ratzinger, siempre tan lúcido y acerado, le llovieron críticas de todos las posturas religiosas -incluso de la propia- cuando se le ocurrió recordar que un Dios indecente es un contrasentido.

Desgraciadamente, el debate público atiende con más facilidad al cliché que a la mirada limpia de quien, además de Papa, fue un egregio académico. Y ahí -creo yo- han hecho mucho daño los llamados “nuevos ateos”, los “intelectuales” que convierten la discusión sobre ideas en una batalla ideológica. Hace unos años había autobuses recorriendo las calles de las principales capitales de Europa con eslóganes dirigidos a quitar o, al menos empañar, la fe de los viandantes.

“Disfruta de la vida: Dios no existe” era uno de los que C. Hitchens, S. Harris o R. Dawkins promocionaban. Ahora bien, quienes hacen el peor favor a la religión son algunos que pretenden defenderla: ahí tienen el caso de K. Armstrong, que banaliza un poco la idea de Dios, suprimiendo lo sobrenatural, para convertir la religión en algo descafeinado, como si fuera un mero club de amigos. 

 

Es cierto que muchos nuevos ateos se han quedado viejos, pero algunos de sus mantras se han instalado en el inconsciente colectivo

Ahora vienen las ironías. Primero, los nuevos ateos normalmente son muy radicales. Es decir, acusan a los creyentes de irracionalidad y de extremismo, pero no se puede decir que ellos se queden cortos. En segundo lugar, algunos son muy espirituales: de hecho, Harris tiene su propio programa de meditación y mindfulness.

Es cierto que muchos nuevos ateos se han quedado viejos, pero algunos de sus mantras se han instalado en el inconsciente colectivo. Asimismo, los nuevos gurús de lo políticamente correcto combaten la fe y contribuyen a denostarla, haciendo imposible que las nuevas generaciones se hagan una imagen realista de las mismas. Si a ello se añade el analfabetismo general o la indiferencia hacia el pasado, tenemos ideas manidas, desgraciadamente, para rato.

¿Llegará algún momento en que nos miren a los que creemos como especímenes? Si antes se daba por hecho que uno tenía convicciones religiosas, hoy ocurre todo lo contrario. Quizá convenga tener en cuenta la situación en un momento en que andamos a la zaga de discriminaciones e injusticias y no nos cansamos de luchar contra marginaciones. Por otro lado, no se puede dejar pasar la ocasión para recordar que, como seres humanos, debemos mucho a la religión, y que por regla general esta propone ideales positivos. Y, en fin, que la violencia o la sinrazón no es ni el mensaje principal ni patrimonio exclusivo de la religión.

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