“La mentira como arma política”

Leo en un medio de comunicación, noticia del 4 del presente octubre, que un profesor de tercer curso de Enseñanza Secundaria Obligatoria de Valencia se dedica a intoxicar ideológicamente a sus alumnos. La noticia va ilustrada por un par de fotografías. Una, de una pizarra donde se puede ver un cuadro a tiza en el que se pretende resumir la esencia de algunas ideologías; otra, unas cuestiones de un ejercicio de Geografía e Historia. En ambas imágenes, se percibe el sesgo en el magisterio de ese profesor. Según esa noticia, a esos alumnos se le habría dicho que la extrema derecha quiere “que unos tengan más derechos que otros”. O que la extrema izquierda “también quiere la igualdad (de las personas), pero más rápido y con más intensidad que la izquierda. Son los partidos comunistas.”  Que los talibanes en Afganistán prohíban a las jóvenes asistir a clase, habría sido calificado por los alumnos de ese profesor como propio “de la extrema derecha”. Esto es adoctrinamiento en las aulas. Y también es una muestra de la perversión del lenguaje que emplea la izquierda gobernante en España, tanto al legislar como al gobernar en los últimos años. 

Estamos habituados a escuchar palabras y expresiones que ocultan una realidad por el simple hecho de denominarla de otro modo, y corremos riesgos graves de terminar aceptándolas, haciéndonos perder el significado de las cosas. El empleo de eufemismos es un ejemplo. Los “derechos de los pueblos” (en lugar de los derechos de las personas -que son los sujetos del Derecho- para amparar rupturas independentistas); la “interrupción voluntaria del embarazo” (en lugar del aborto, para difuminar la muerte de un ser humano); la “judicialización de la política” (en lugar de la aplicación de la Justicia, para no perseguir delitos cometidos por políticos); la “generosidad” (en lugar de la amnistía); la “desaceleración transitoria” o “crecimiento negativo” (en lugar de crisis económica); “espacio representativo de la voluntad colectiva” (en lugar de órgano de dirección); “restricción de la movilidad nocturna” (en lugar de toque de queda); “sistema de tarificación” (en lugar de peaje); “reforma fiscal” (en lugar de subida de impuestos)… También asistimos con frecuencia a la coreografía que nos quiere hacer ver que la extrema izquierda no existe (porque existe y, en particular, nos legisla y gobierna); que la derecha (recuerden las soflamas llamando “los tres partidos de la derecha”) integra a un partido que hasta hace cinco años se definía como socialdemócrata y pasó a definirse como liberal progresista (aunque es interesante ver con quién ha suscrito pactos de forma mayoritaria). Los ejemplos anteriores son recientes, pero el lector recordará también aquél “recargo complementario temporal de solidaridad” (en lugar de subida de impuestos”). Es cierto que el poder, sea cual sea, utiliza la propaganda en beneficio propio, pero la izquierda la emplea -lo ha hecho históricamente- de forma muy eficaz. 

Los eufemismos, al final, son un intento de manipular las percepciones de las audiencias. De mí, de usted, de nuestras familias, de la sociedad española. Y eso es propaganda. Los eufemismos, algunos inocuos en muchos órdenes de la vida (“se fue” en lugar de “falleció”) porque ayudan a suavizar emociones, constituyen un arma en una guerra psicológica con la que -manejando la lógica, la argumentación cierta o falsa y las emociones- se persigue que las audiencias objetivo se comporten de la manera deseada por los emisores de la información. 

Tenemos complicado resistirnos a la propaganda; que dejemos de mirar tanto el dedo y fijarnos más en el lugar al que apunta y nos dirige. En este mundo que vivimos, la velocidad vertiginosa de transmisión de titulares, y el carácter predominantemente visual de los mismos, nos lleva a tratar de forma muy superficial la información que recibimos. Asimilamos ideas, no conceptos, sin apenas reflexión. No hay tiempo para digerir y asimilar. Las cosas han cambiado mucho para nuestros cerebros. La transmisión del conocimiento fue verbal y el cerebro, a modo de músculo, se acostumbró a retener y a trabajar la información en un entorno de relaciones personales. Más tarde apareció la escritura manual, y el cerebro encontró una forma más pausada de formar el conocimiento. La imprenta permitió no solo una gran capacidad de difusión, sino, sobre todo, la posibilidad de aprender de modo más pausado y reflexivo. La radio y la televisión conjugaron la cercanía entre el relator y la audiencia con la ampliación del radio de acción de la transmisión de la información.

Pero han sido internet y las redes sociales los fenómenos quienes han trastocado notablemente el panorama: tenemos a nuestro alcance una gran masa de información, en ocasiones de forma involuntaria y sin capacidad de gestión personal, y el cerebro se ha acostumbrado a tratar relacionar una gran cantidad de información; sin embargo, tenemos más complicado la reflexión y la interconexión coherente de conceptos. El resultado es que tenemos acceso a más datos y somos capaces de interrelacionarlos, pero de forma más superficial. No tenemos tiempo. Es difícil ser selectivos y tomarnos el tiempo necesario para memorizar, analizar de forma reposada y convertir esos datos en conocimiento. Es como si el pasado no hubiera existido. No hay memoria para tanto. Lo que sobrepase la longitud de un texto corto de mensajería, o la duración de un vídeo breve, tiene escasas posibilidades de ser atendido de forma reflexiva. Recibimos muchas consignas y replicamos con consignas. A veces, construimos nuestros argumentos a base de consignas, de posts, de memes. Y esto es campo abonado para la propaganda. Para fanatizar. Y el fanatismo lleva a la intolerancia. Grave es que la audiencia sea de adultos, pero es de extrema gravedad cuando son los niños y jóvenes quienes son intoxicados en los centros de formación. Muy pronto, esos jóvenes serán adultos que tomen decisiones que nos afectarán a todos, en nuestro país y en todo el mundo. Más nos vale que estén bien formados, que sus conocimientos y su moral, su código de valores, su concepto del bien y del mal, impregnen sus comportamientos éticos.

La utilización del lenguaje como propaganda es un arma política tan sutil como potente. Su utilización es amplia en todos los espacios de la vida, porque los mensajes y consignas lanzados desde la política permean todos los espacios. En unos casos, ocurre de forma consciente, trasmitiendo ideas de forma intencionada y continua; en otros, de modo inconsciente, víctimas del lavado de cerebro al que estamos sometidos, porque terminamos asumiendo -como normales, correctas o verídicas- aseveraciones que nos han ido inculcando por radio, televisión, prensa escrita, redes sociales y, por supuesto, mediante el Boletín Oficial del Estado y sus derivados autonómicos.

Afortunadamente, los medios de comunicación existen. Cada cual, con su grado de independencia, con sus valores. Pero tratemos de saber quiénes nos cuentan las cosas y cómo la cuentan. Y lo que callan. Detengámonos en algún tema de actualidad que nos interese y veamos con atención en quién dice qué y quién lo calla; en cuándo y cómo se cuenta. Para un mismo hecho, los titulares pueden ser muy distintos, cuando no opuestos, para potenciar u ocultar intereses de la línea editorial. Más complicado es saber quién son los propietarios de los medios de comunicación y de las agencias de noticias, pero es un ejercicio interesante para comprender sinergias. 

La resistencia ante la propaganda es muy difícil, porque exige conocimiento y formación personal para discernir no sólo lo que se nos dice, sino lo que se nos quiere decir u ocultar en un momento y en unas circunstancias determinadas. Ese conocimiento es imprescindible no solo para opinar, sino para hablar con conocimiento de causa; con criterio. Y también necesitamos madurez y fortaleza para resistir el bombardeo ideológico y, si es necesario, poder nadar contracorriente y desmarcarse del rebaño. Y requiere honestidad para reconocer posiciones equivocadas o inmorales, y ser capaces de cambiar nuestras decisiones y acciones. 

Vivimos en un momento en el que la mentira y los mentirosos campan por sus respetos. Actuemos cuando descubramos una mentira. No dejemos que la impunidad se convierta en norma de convivencia, que la mentira continuada nos anestesie. Ninguno nos merecemos que nos mientan. Ni los jóvenes, ni los ciudadanos que, además, pagamos impuestos.

 
 

5 de octubre de 2023

José Luis Hernangómez de Mateo

Coronel (retirado)

Doctor en Ciencias Políticas y Sociología

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