Consideraciones sobre el legado educativo del Imperio español en Hispanoamérica

Aquellos que luchamos contra la Leyenda Negra no nos resignamos, tenemos esperanza en el restablecimiento de la verdad. Por responsabilidad moral. Sostiene el célebre historiador hispanista de origen británico, Stanley G. Payne que España está dotada de la historia más exótica, extensa y extrema del mundo occidental y no seré yo quien cuestione esta afirmación. Todas estas reivindicaciones no son fruto de un primitivo e irracional sentido nacionalista, sino del ánimo por contribuir a que España, su sociedad, alcance el punto en que aprecie la singular historia que la precede; que exista un terreno común donde los diferentes podamos hablar de manera clara sobre algunos hechos falsificados o distorsionados a manos de muchos por antonomasia. En definitiva, defender como sociedad los hechos fácticos del pasado para clarificar un futuro que ha de ser prometedor.

Como es propio en los procesos de conquista, aquellos que arriban a los nuevos territorios sientan allí unas bases culturales, educativas, religiosas o socioeconómicas, normalmente desde la metrópoli. Así hicieron los franceses, los británicos, los holandeses o los españoles. Sin embargo, así como las primeras potencias coloniales mencionadas entendieron la tierra conquistada como una población que estaba subordinada a su dominio y poder, el Imperio Español, coexistió con los indios nativos de las Américas implementando uno de los sistemas educativos más sólidos y punteros del momento. Y es que este eje de acción radica en el entendimiento de las regiones de Hispanoamérica como un conjunto de provincias y no como un compendio de colonias.

En el libro del profesor Gullo, Madre Patria se define la Leyenda Negra como la obra más genial del marketing político británico donde, de manera inconcebible, los españoles se han creído la historia sobre su actuación en Iberoamérica escrita por sus enemigos tradicionales, y por ello, se avergüenzan de un pasado del que deberían sentirse orgullosos. Y así es, este sinuoso revisionismo histórico al que se quiere someter a determinados siglos de nuestra historia acompaña un contexto de profundo relativismo donde los más nítidos acontecimientos sucedidos están enturbiados por los diversos promotores de esta Leyenda con el fin de germinar el desapego. El baúl donde se guardan los argumentos de los promotores de la Leyenda Negra es frágil, poco consistente y solo sirve do ut des para recibir el carnet de la corrección política. Frente a él, tenemos datos estadísticos contrastados, autores de diferentes orígenes y campos que los respaldan y, en definitiva, una realidad objetiva y racional que representa los hechos tal y como acontecieron en el Nuevo Mundo.

Entrando en materia, es importante comprender que el Imperio Español siempre se diferenció frente a otras naciones en su política en América en el ámbito educativo. Estableció un sistema educativo para todos en base al derecho universitario estipulado por Alfonso X el Sabio. Se hizo por el amplio listado de universidades que se fundaron mediante un modelo calcado al salmantino peninsular pero concediendo una total autonomía a sus rectores, elegidos anualmente por los maestros de cada centro, o al claustro universitario, mayoritariamente nativo americano. Además, a estas universidades podían acceder todos los habitantes ya que se les consideraba como españoles y se testifica como los ciudadanos de la península que acudían a estos centros suponían una minoría residual. Estas condiciones acarrearon consecuencias positivas para toda la sociedad ya que en estos centros tenían lugar discusiones de un elevado grado intelectual sobre teología, filosofía o ciencia. Así se posibilitó la instrucción de la población no solo en la doctrina católica que hoy sienta las bases de ambas civilizaciones Iberoamericana y Europea sino también en conocimientos científicos que encarnan el humanismo más ilustrado. La Universidad de San Javier en México (1624), la de San Marcos en Lima (1551), la de San Carlos en Guatemala (1676), la de Santa Rosa en Venezuela (1721), la de San Bartolomé en México (1806), la de San Jerónimo en La Habana (1728) o la de San José en Colombia (1745) son algunas de las más de treinta universidades fundadas por el Imperio Español mientras que, por ejemplo, Portugal jamás fundó ninguna universidad en Brasil como el Imperio Británico tampoco lo consideró.

Por su parte, a nivel de recursos tanto materiales como humanos, las Américas estuvieron muy bien dotadas. Un gran contingente de profesores de la península marcharon a las Indias para enseñar en sus instalaciones. Igualmente, en el siglo XVI unos treinta mil libros llegaron a Hispanoamérica. Y, esto se ejemplifica también con el caso de la biblioteca del Colegio Máximo de San Pablo en Lima que reunía unos cuarenta mil libros en el siglo XVIII, cuando en esta época Harvard poseía apenas cuatro mil ejemplares. Estas aportaciones fueron las encargadas de situar en la cúspide educativa a ciudades más importantes de América, al nivel europeo. Asimismo, es muy pertinente reconocer el papel de los miembros de las diferentes órdenes religiosas y de los misioneros en el asentamiento de las bases de este sistema educativo formal. Los dominicos, franciscanos o jesuitas fueron propulsores de diversas instituciones y brillantes miembros de estas congregaciones abandonaron España para construir el mejor sistema educativo en Hispanoamérica.

Sin mayor dilación.

 

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