La gran amenaza

Estados Unidos ha sufrido un nuevo ataque terrorista afortunadamente fallido. El tercero en menos de seis meses. Conviene repasarlos uno a uno. El 5 de noviembre de 2009, el psiquiatra Nidal Malik Hasan tiroteó a más de cuarenta personas en la base militar de Fort Hood, en Texas. Al grito de “Alá es grande”, murieron trece militares. Buena parte de la prensa internacional trató de disimular la gravedad del atentado, señalando que el psiquiatra se sentía desplazado en el ejército americano por ser musulmán, y que no digería bien los horrores y crónicas de guerra que escuchaba en sus sesiones con ex combatientes de Irak, por lo que su conducta fue –para algunos sinvergüenzas de la prensa occidental- la consecuencia de una depresión mezclada con un profundo sentimiento de inferioridad. Por lo visto, en algunos periódicos es más fácil llegar a esa conclusión, antes que apuntar sin más que Hasan es un fanático y un asesino. No en vano, estaba en contacto con Anwar al Awlaki, un clérigo musulmán y ciudadano estadounidense vinculado a la rama de Al Qaeda en Yemen, sobre quien el Gobierno de Obama ha dado orden de disparar.

El segundo de los ataques tuvo lugar el pasado mes de diciembre, cuando un nigeriano de nombre impronunciable intentó hacer estallar un avión estadounidense en pleno vuelo. Cuando lo detuvieron declaró que tras él vendrían muchos otros, armados con bombas “para golpear al enemigo de Dios”. Al Qaeda en Yemen también revindicó este intento de atentado y, por supuesto, el nombre de Anwar al Awlaki también figuraba entre los implicados.

El tercero y más reciente de estos ataques ha devuelto la sombra del 11-S al corazón de los norteamericanos. El coche bomba fallido que pudo causar una masacre en Times Square hace tan sólo unos días, aún se está investigando. Hasta ahora se ha detenido al autor, Faisal Shahzad, y se buscan posibles conexiones internacionales. Shahzad ya ha confesado que recibió entrenamiento en Pakistán para llevar a cabo sus actos terroristas.

En suma, tres ataques que no han podido impedirse en tan sólo seis meses y la amenaza continua del islamismo radical, demuestran que la nueva guerra contra el terrorismo que comenzó el 11 de septiembre de 2001 no ha hecho más que empezar. No sé si nuestras sociedades tan sonrientes, frívolas e inmaduras están preparadas para tanto dolor como puede acecharnos mañana, a la vuelta de cualquier esquina. En realidad, sí lo sé: no lo están. No lo estamos.

Al temor a un nuevo ataque terrorista de grandes dimensiones se suma ahora la certeza de que Al Qaeda está intentando hacerse con armas nucleares, tal y como confirmaba la pasada semana uno de los ex guardaespaldas de Osama Bin Laden. Además, varios expertos coinciden en señalar que de no conseguir este armamento nuclear, la red terrorista podría fabricar fácilmente “bombas sucias”, que mezclan explosivos tradicionales con deshechos radiactivos. Un armamento menos devastador para las ciudades, pero enormemente dañino para las personas.

Esta es la situación en mayo de 2010: el mundo occidental vive bajo una amenaza constante a la que los gobiernos no están respondiendo con claridad y responsabilidad, porque se encuentran enfangados en una maraña ideológica que les impide, en muchos casos, ser conscientes del peligro, y de la necesidad de actuar. Todas las decisiones son políticas, todas las acciones se miden en los tiempos de la estrategia de poder, y todas las palabras pronunciadas han de quedar indiscutiblemente encorsetadas en el lenguaje democrático de la corrección política, sin importar demasiado el fondo de los problemas reales, sino su superficie y su apariencia.

El ciudadano del siglo XXI debe asumir que por las grietas de su propio sistema democrático y de libertades, y sobre todo, por los agujeros que han quedado tras anular y extirpar los valores que nos permitieron alcanzar el actual bienestar, se cuelan ahora las raíces de las amenazas terroristas que sufrimos. Nuestros sistemas están siendo a la vez nuestra salvación y condena. El enemigo no entiende y no respeta hoy nada nuestro, como no lo hizo en el pasado. El enemigo no sabe de constituciones, de lealtades, de libertades, de cartas de derechos humanos. El enemigo es más fuerte porque, al contrario que Occidente, cree en lo que dice creer. El enemigo se disfraza para atacar desde dentro, y lo hace dentro del marco legal que gustosamente le brindamos. El enemigo basa sus falsas legitimidades en otros libros, sustenta sus métodos en otras leyes, y difunde sus ideas radicales con gran facilidad en el caldo de cultivo de una cultura diferente –la suya- que se lo facilita, y un cultura acomplejada y decadente –la nuestra- que se lo permite.

 
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