La moda del parasol – Pensamientos sobre lo blanco y lo moreno

No hace tanto tiempo que el moreno femenino se explicaba por determinación genética o –más bien- por haber ido a segar. “Blanca me era yo cuando entré en la siega”. En poco tiempo volverá a su auge el look clorosis, la palidez elegante, las encarnaciones suaves de lo nacarado, en definitiva, el blancor total de piel, propenso a matices de misterio. El moreno está casi al alcance de cualquiera y la luz democrática del sol luce no sólo sobre justos y pecadores sino que se atreve a brillar con igualdad sobre los pobres y los ricos. No hay una escala para medir dónde brilla el sol más caro y tiene el mismo valor el moreno Torremolinos que el moreno agromán o el moreno Costa Azul. De momento, sólo el tribalismo urbano de los góticos apuesta por el ‘albor mortis’ pero a esta gente no hay que tomarla muy en serio en tanto creen que uno no puede protestar contra el mundo con una chaqueta de azul convencional.

Como los tatuajes, el moreno es emanación proletaria, por contraste con tantos y tantos siglos en que se alabaron muslos de clausura y cutis intactos de sol. La morenía tenía que reivindicarse: nigra sum sed formosa, hijas de Jerusalem. Sólo la heterodoxia de Shakespeare se atrevió a afirmar que la nueva belleza está en lo oscuro. En el Cantar, se dirá que ‘mi amado es blanco’, y se alabarán los dientes de la amada al compararlos preciosamente no con perlas sino con el blanco nuevo de las ovejas terminadas de esquilar. En el Cántico Espiritual, la amada pide perdón “si color moreno en mí hallaste”. Lo femenino fue blanco hasta que Coco Chanel, en venganza, decidió vestir a las mujeres con el negro que vestían las criadas. De vuelta al moreno, también tuvo que ver con el ‘sport’ y con aquellas turistas que escandalizaban a los pescadores al tomar baños de mar. Moreno ideal de aire salino y pistas de tenis.

La mujer blanca entusiasmó a los poetas modernistas aunque ellos optaban por adjetivos ‘de alto standing’ como ebúrneo, alabastrino, eucarístico o lilial. Entre otras cosas, sabían que lo mejor de la palidez es que permitía los sonrojos. Jean Lorrain fantasea en alguna parte con una muchacha de anemia casi evanescente, sometida al tratamiento de desayunar un vaso de sangre caliente de buey en la sala de despiece de Les Halles. Según Goethe, los hombres cultos sienten cierta aversión natural hacia el color. Aman lo blanco. Durante largas páginas, Melville divaga sobre la blancura como horror y como mal pero es que de alguna manera tenía que cuadrarle Moby Dick.

En la historia de la pintura, el blanco, el tratamiento del blanco es el color fundamental. Ahí es el XIX el siglo grande de la blancura, desde el fondo mismo de los cuadros. La muchacha del Almuerzo sobre la Hierba reluce blanca como un lóstrego o una aparición. Incluso Ingres y David pintarían blancas a sus odaliscas, hasta que, muy entrado el XIX, el orientalismo se hizo negro y los libretistas de la zarzuela aprovecharon para rimar ‘morena’ y ‘agarena’. Poco antes, la blancura neoclásica había hecho a innumerables mujeres contraer ‘la enfermedad de las muselinas’. Tanta clámide era una excusa para ir sueltas. En lo que respecta a la moda talar –un ámbito ciertamente muy distinto-, la ropa clerical asciende en claridad según la jerarquía, hasta el blanco sin interrupción del Santo Padre.

Días atrás vi en Madrid a una japonesa porcelánica oculta –graciosamente oculta- bajo un parasol: era como un haiku puesto en pie, bajo el escándalo en flor de los aligustres. Me ha ocurrido ya un par de veces y me pregunto si detrás de esta moda no estará Rei Kawakubo. Al tratar sobre esas mujeres japonesas de polvo de arroz, Tanizaki habla de ‘una belleza creada por la penumbra’, ‘de una blancura en cierto modo separada del ser humano’, y concluye que ‘puede que una blancura así definida no tenga ninguna existencia real’. El refinamiento es frío, afirman en Japón. El refinamiento es blanco.

Recuerdo también a esas damas habaneras, blanco sobre blanco bajo su parasol, que caminaban con ceremonia como si mantuvieran las herencias de aquella elegancia colonial… En La Habana de basura, sin ropas a la moda, sin maquillajes, sin posibilidad de vanidad, la coquetería de las mujeres bajo el parasol hacía pensar en una dignidad debida, en la vieja noble que venderá antes las tierras que las joyas.

Complementos del verano elegante, parasoles, abanicos y pai-pais –tan orientales como los farolillos de la Feria- daban para seducciones más finas que el ombligo que va pidiendo guerra. “A la sombra de una sombrilla son ideales / los madrigales / a media voz”. Son las ‘ombrelles’ evanescentes que pintaron Signac y Seurat, Monet y Manet, Renoir y Alfred Stevens, y por aquí Sorolla. La misma marca Nivea nació como custodia de esa blancura de espuma o rosa pura, de azucena o de glaciar. El parasol preservaba de la rubicundez equívoca y de la sensualidad morena. Si ahora vuelve el parasol, también podrían volver a la moda los ‘chapeaux de paille’ de la campiña.

 
Comentarios