Aprender a leer de nuevo en la era de la distracción

Para no acostumbrarnos a la lectura superficial, conviene no descuidar el placer de sumergirse en una buena y larga novela

Ilustración: Sobrino & Fumero.
Ilustración: Sobrino & Fumero.

El primero que tuvo arrojo suficiente para afirmar que Google nos estaba haciendo estúpidos fue el periodista americano Nicholas Carr. En un conocido artículo publicado por The Atlantic 2008, Carr no insistía para demostrarlo en los datos científicos, ni interpretaba gráficos. Se limitaba a contar su experiencia. Cada día, afirmaba, se le hacía más difícil concentrarse, se perdía cuando el texto a leer superaba la extensión de un post, le dolía la cabeza y no conseguía recordar lo que había leído. Por resumir, la tecnología no había mejorado su vida, sino que había contribuido a esquilmarle una competencia esencial adquirida en su infancia.

Hoy es un lugar común hablar de las secuelas que tiene la ininterrumpida exposición de nuestro cerebro a las pantallas. Estamos tan acostumbrados a los monitores que no nos extrañamos de encontrarlos hasta en el frontal de un frigorífico. Pero la cuestión de fondo no es si es razonable encastrar una pantalla diminuta en la empuñadora de una aspiradora, si no preguntarnos por lo que la tecnología está haciendo en ámbitos concretos de nuestra existencia.

Como somos lo que leemos, existe el temor a que la petulante retórica de Instagram acabe por dar la estocada final a nuestro ya famélico estilo literario

He pensado en ello tras leer un sugerente artículo de Joe Nutt, escritor y consultor educativo, que reflexiona en Quillete sobre la necesidad de reaprender a leer para superar los daños colaterales de las redes. Estaría bien igualmente recomendar la escritura a mano. Sí, con lápiz y papel. Según los expertos, trazar arabescos con una pluma no solo mejora la psicomotricidad, sino que activa las neuronas.

Nutt explica su estrategia personal para recuperar el gozo de leer, tras haberlo perdido, confiesa, al dedicar su jornada a descifrar correos electrónicos, tweets, informes y un aburrido hatajo de artículos científicos. Como somos lo que leemos, existe el temor a que la petulante retórica de Instagram acabe por dar la estocada final a nuestro ya famélico estilo literario.

Para Umberto Eco, no leer era una decisión poco ambiciosa porque implicaba la renuncia a vivir las múltiples existencias que puede depararnos cualquier biblioteca. En ese sentido, tomar la resolución de consumir sin parar letras y es más letras es tan inteligente como estúpida la de ceñir nuestra nutrición espiritual a unos cuantos caracteres; en concreto, 280. Puestos a leer, ¿para qué perder el tiempo en frivolidades?

En su artículo, Nutt, experto en el análisis de textos literarios, reconoce que se ha adueñado de algunos lectores, entre los que se incluye, un enfoque excesivamente pragmático sobre los libros. Eso explica que cada vez con mayor frecuencia nos conformemos leyendo en Wikipedia el argumento de la Divina Comedia o investiguemos el momento exacto en que Dante se encontró con Beatriz -si es que alguna vez lo hizo-, pero nos resistamos a la hora de lanzarnos de bomba y sumergirnos en su universo poético, lo que es una lástima.

Como Carr o Nutt, yo también me inclino a pensar que la tecnología no nos ha transformado en una especie engreída, sino algo ridícula. Comprar un producto pulsando levemente la pantalla supone un progreso notable, de modo que solo un demente negaría que ha sido nuestra salvación. Pero la tecnología suele dejarnos casi siempre en las inmediaciones de las cosas y nos ofrece, más que nada, simulacros. Es decir, nos deja en la superficie, tal y como certeramente indica, por cierto, Carr en el ensayo que escribió tras el éxito de su artículo (Superficiales). A la misma conclusión llega Nutt cuando afirma que, las obras literarias son un elemento secundario del paisaje contemporáneo, que resalta, sin embargo, la personalidad de los autores, su ideología o las luchas sociales en las que se comprometen.

Pasar toda la tarde mariposeando de aquí para allá por la red y espigando anécdotas sobre Dante no es una experiencia comparable a leer la Divina Comedia. Tampoco hacer un PowerPoint equivale a estudiar, les digo a mis hijas. La tecnología, de algún modo, ha venido a generalizar una experiencia que conoce de primera mano cualquiera que haya intentado adelgazar: no es lo mismo saber de nutrición o leer libros y libros sobre dietas y regímenes que disponerse a vencer a la báscula de una vez por todas.

 

Con el fin de evitar estos inconvenientes, antes de abordar un texto, Nutt se obliga a hacerse una serie de preguntas, como, por ejemplo, cuál es la razón para leer lo que se tiene delante. O si se va a disfrutar con la lectura. Recomienda evitar una tentación que puede abrumar también al lector de hoy: la de leer con la obsesión de “compartir” nuestra experiencia en las redes. Recuperar el gusto por la lectura pasa por reconquistar un egoísmo sano, un hedonismo, por decirlo así, salutífero y decidirse a abrir un libro por el único motivo que merece la pena hacerlo: disfrutar.

Las sociedades que insisten hasta la extenuación en la utilidad de la lectura son aquellas en las que los lectores de raza no proliferan y que, por tanto, se aproximan peligrosamente al borde del analfabetismo, armados con GPS, qué duda cabe. Quien se apasiona por los libros no promueve la lectura por los beneficios que le ha reportado, en los que no tiene tiempo de pensar, ni tal vez tampoco ganas, sino por las innumerables horas de placer y de aventuras que ha vivido pasando con fervor religiosos sus páginas. No existe mejor propaganda para la lectura que la que nace de la pasión.

Si lo que se desea es reaprender a leer, lo mejor es siempre aplicar terapias de choque.

Recuperar el gusto por la lectura pasa por reconquistar un egoísmo sano, un hedonismo, por decirlo así, salutífero y decidirse a abrir un libro por el único motivo que merece la pena hacerlo: disfrutar

A mi juicio, esta es la única forma de recuperar el tiempo perdido ojeando literatura indigente. Para ello, lo primero es silenciar el móvil o, al menos, alejarlo de nuestro lado. Después hay que coger un libro bien voluminoso, con una historia que seduzca, de esas que uno no tiene más que remedio que continuar porque está atrapado y necesita saber cuanto antes su desenlace. Si no se da a la primera con ella, inténtese una y otra vez hasta lograrlo. Puede servir, por ejemplo, Ana Karenina, pero también los relatos completos de Conan Doyle. Después hay que dejar que pasen las horas, sin hacer caso al reloj, y ensimismarse en lo que acontece en ese lugar de fantasía que se encuentra entre el libro y nuestra cabeza. El efecto suele ser inmediato y, casi siempre, definitivo.

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