Autonomía e individualismo

El hincapié en la libertad individual, sin un marco moral, lleva a existencias vacías y al sinsentido

"Para ser autónomos e individuos debemos formarnos primero. El sujeto no campa ni vive en el vacío, sino que florece y se desarrolla entre valores".
"Para ser autónomos e individuos debemos formarnos primero. El sujeto no campa ni vive en el vacío, sino que florece y se desarrolla entre valores".

Kahneman señala en su famoso ensayo Pensar rápido, pensar despacio que los seres humanos, por esos sesgos que se han adherido a nuestra conciencia animal, tendemos a ser dicotómicos. Eso explica no solo que la polarización está en nuestro propio ADN, sino que, además, hay pocas personas con capacidad suficiente para ver la escala de grises que enriquece el blanco y el negro.

Desde la década de los noventa, por ejemplo, se suele distinguir en el seno del pensamiento político a aquellos que abogan por la comunidad de los que son férreos defensores del individualismo. Tomadas las cosas en su radicalidad, a nadie se le escapa lo reductivas que son ambas propuestas. Es tan obsceno, por ejemplo, pensar que el que apela a la naturaleza social del hombre es un redomado socialista o colectivista como insinuar que hay un anarquista escondido en todo aquel que osa afirmar que somos esencialmente libres y únicos.

Como ocurre en el caso del blanco y el negro, a lo mejor aquí también la solución está en los matices. Aristóteles nos enseñó que algo nos falta cuando vagamos solos por la selva, lo cual es muy distinto a suponer que el colectivo debe primar o que los intereses individuales nunca se pueden anteponer a los comunes. Mucha de la perorata ideológica contemporánea se solucionaría si intentáramos llegar a un acuerdo, armonizando lo que individual y lo común.

“Como se ha consagrado la autonomía como valor moral supremo, el resto de nuestro equipaje axiológico se ha desvanecido”

Al hilo del individualismo, se ha instalado en la opinión pública y científica un dogma: la autonomía. La cuestión alcanza lo grotesco, pues se entiende que el bien de la autonomía rechaza cualquier toma de postura cercana ante el otro. Eso afecta, por ejemplo, a la hora de pensar la discapacidad, pues se entiende que es condescendencia lo que simplemente es cuidar o cuidarse por el bien del otro.

El auge de la autonomía se remonta a Kant, quien habló de la capacidad de autodeterminación del ser humano. Claro que en él este rasgo tenía que ver con la razón y era solo autónomo, en verdad, quien llegara a esa mayoría de edad en que consistía la Ilustración. ¿Acaso hubiera pensado el de Königsberg en atribuir libre decisión al loco? Sea como fuere, haciendo caso omiso al autor de La crítica de la razón pura, desdeñando, pues, el vínculo entre autodeterminación y capacidad racional, quienes siguieron su estela se propusieron consagrar la autonomía de todo ser, con independencia de su madurez.

De otro modo, no se entiende la obstinación con que se reclama respeto por decisiones autónomas, por muy ridículas o irracionales que sean. Por ejemplo, se debe respetar con igual pulcritud a quien opta por la droga que a quien no lo hace. O no hay forma de justificar que alguien busque desterrar de la conciencia de otro su voluntad de poner fin a su vida. Los clásicos, que tenían mucho más sentido común que nosotros, se hubieran carcajeado porque es deber de todo ser racional aconsejar -al menos- al que coge la senda de la sinrazón. Eso es una muestra de generosidad.

Como se ha consagrado la autonomía como valor moral supremo, el resto de nuestro equipaje axiológico se ha desvanecido. Ya no importa tanto ser buenos, decir la verdad o mostrarse templados como la autonomía. El formalismo kantiano no ha tenido solo el efecto de orillar la relevancia de la felicidad para la vida moral, sino que ha erosionado el paisaje de las virtudes y lo ha devastado.

La primacía del ser autónomo ha repercutido en bastantes campos, como la educación o la vida social. En el primer caso, se ha prohibido guiar al joven hacia un determinado modo de vida -el óptimo-, pues esa forma de proceder podría anular su capacidad de decisión y su libertad. Eso recuerda a lo que algunos padres comentaban para no bautizar a los recién nacidos: que ellos tendrían que elegir de mayores. Como si el bautismo de los niños hubiera evitado muchas apostasías.

 

“Al institucionalizarse como bien último la autonomía y el individualismo, se han terminado nublando las instituciones que contribuían a la formación moral del sujeto, como la familia o la escuela”

Más preocupante es un fenómeno al que he reparado gracias a Cristopher Lasch. Al institucionalizarse como bien último la autonomía y el individualismo, se han terminado nublando las instituciones que contribuían a la formación moral del sujeto, como la familia o la escuela. He ahí el problema realmente de la crisis contemporánea y del nihilismo. En efecto, por el prurito de no influir, los marcos que debían insuflar en los jóvenes los sentimientos morales y los pilares de su identidad han sido destruidos y quienes acceden al mundo se encuentra autónomos y libérrimos, sí, pero extremadamente solos y desorientados.

No es extraño que el individuo de hoy, sin el apoyo de las instituciones que favorecen la integración y socialización, se eche en manos de ofertas ridículas o llene su estéril vida con mensajes ideológicos. Si el sujeto contemporáneo se toma tan en serio la política es porque no encuentra más agarres frente al hastío existencial. Todo ello es consecuencia de una errónea comprensión del proceso de individualización.

En efecto, para ser autónomos e individuos debemos formarnos primero. El sujeto no campa ni vive en el vacío, sino que florece y se desarrolla entre valores. Eso no significa anular nuestra libertad, sino algo tan sencillo como que todos hemos de aprender, primero, a ser libres. Eso es precisamente lo que se gana en comunidad, al amparo de los otros, y lo que, en definitiva, proporciona la familia.

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