Máquinas que calculan, pero no piensan

El riesgo de la inteligencia artificial es que está limitando la misteriosa mente humana, al equiparar inteligencia y cálculo

"Las máquinas copian el modo de actuar del animal más inteligente de la tierra: nosotros mismos".
"Las máquinas copian el modo de actuar del animal más inteligente de la tierra: nosotros mismos".

Hay demasiada fascinación con la inteligencia artificial y la automatización. La última feria Gitex, celebrada en Dubai, se ha centrado en exponer artefactos inverosímiles. La clave, sin embargo, para entender toda esta evolución y la maravilla de que un coche camine solo por la calle, sin conductor, seguimos siendo los seres humanos. O sea, la inteligencia natural.

La computación avanzó gracias a la potencia intelectual de muchos filósofos, matemáticos y científicos. Lo hizo también, como se sabe, al amparo de la industria militar, en cuyo seno florecieron las operaciones y máquinas que llevaron tanto a encriptar los mensajes dirigidos a los aliados de un bloque como a interceptar y entender los del flanco enemigo.

Turing estableció el criterio más importante para saber si una máquina es inteligente: si es capaz de engañar, como si lo que se desprende de ella tuviera un origen humano, el aparato en cuestión posee esa chispa que nos caracteriza a los humanos. Pero las máquinas no han sido muy diestras en superar su famoso test y tanto traductores automáticos como otro tipo de software no han pasado muy brillantemente la prueba. Por ahora.

“Ni a Turing ni a quienes desarrollaron el procesamiento artificial se les escapaba que pensar era algo más que esforzarse algorítmicamente para vomitar los resultados esperados”

Ni a Turing ni a quienes, con él, desarrollaron el procesamiento artificial se les escapaba que pensar era algo más que esforzarse algorítmicamente para vomitar los resultados esperados. Después llegó la noción de singularidad, que tiene algo más de ciencia ficción, pues hace referencia a la posibilidad de que la inteligencia artificial supere a la humana, de modo que los tecnófilos aventuraron un futuro con robots en palacios presidenciales y humanos sirviéndoles con reverencia y sumisión.  

No sé si ese infierno de servidumbre llegará en el futuro y no tengamos más remedio que votar a máquinas. De lo que no hay duda es de que estamos abonando el camino. Más allá de las pesadillas distópicas que se erigen cuando pensamos en un mundo de silicio, lo cierto es que estamos estrechando el concepto de inteligencia y moldeando la economía, la cultura, la política y la sociedad conforme a la dinámica de proceso de datos. Y es eso lo peligroso.

Turing sabía que un programa puede computar y lo curioso fue que se denominara computador a un objeto que hacía tareas reservadas a computadores, es decir, a sujetos que trabajaban en aritmética y eran hábiles a la hora de realizar cálculos. Hoy apenas nos acordamos de ese origen, pero sin darnos cuenta de que la inteligencia artificial tiene que ser comprendida a partir del maravilloso misterio de la inteligencia humana difícilmente podremos hacer frente al desafíos que se nos presentarán en los próximos años.

Dicho de otro modo: la cuestión prioritaria es que extendamos, más allá de los razonamientos inductivos y la colosal capacidad operacional de la mente, lo que significa inteligencia. Hace unos años, Howard Gardner puso en circulación la idea de inteligencias múltiples. Se puede ir tan lejos o quedarnos más cerca, da lo mismo: lo crucial es que pensemos que un programa que nos gane al Go o sea capaz de reproducir la voz humana no es que sea inteligente, sino que refleja una parte, muy pequeña, de nuestro propio intelecto.

La relevancia que ha adquirido esas formas gigantescas de computación es comprensible a tenor de nuestra forma cultural y económica, que se alimenta y vive de datos y más datos. La adicción a Internet suscita problemas y boicotea gravemente la atención y la capacidad intelectual, pero se presta menos importancia a lo que eso puede suponer desde el punto de vista del desarrollo de la inteligencia artificial.

 

Si se monitorea nuestro comportamiento y decisiones no es únicamente para ofrecernos más tarde recomendaciones personalizadas o para vendernos en paquetitos y espolear la demanda de productos. Es con la intención de alimentar a la bestia: gracias a esos millones y millones de comportamientos, las máquinas copian el modo de actuar del animal más inteligente de la tierra: nosotros mismos.

“Estamos estrechando el concepto de inteligencia y moldeando la economía, la cultura, la política y la sociedad conforme a la dinámica de proceso de datos”

Ahora que en Europa y en otras zonas del mundo se debate sobre las leyes y la forma de limitar la tecnología y hacerla más humana, es imprescindible ahondar en lo que supone. Los riesgos que más se cacarean en foros (las cuestiones de privacidad, la repercusión en los trabajos, el problema energético o lo relativo a la propiedad intelectual), con ser reseñables, no se dirigen al centro de la cuestión y es que estamos transformando la noción de inteligencia y recorriendo el camino inverso. En efecto, en lugar de examinar la inteligencia artificial y compararla con la humana, estamos moldeando esta última a partir de los reducidos mimbres de la primera.

Médicos automáticos, vehículos que, sin piloto alguno, atraviesan los aires, asistentes virtuales capaces de encender las luces ya ni siquiera al albur de nuestras palmadas… Inventos que, aun siendo maravilloso, jamás podrán compararse con la creatividad divina del propio Turing, de Gödel, de Aristóteles, de Rubens o de Shakespeare, por citar esos gigantes a cuyos hombros es digno intentar auparnos.

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