Elemental, querido Watson

Arturo Pérez-Reverte rinde un sentido homenaje a las novelas de detectives y reivindica la inteligencia frente a escenarios sangrientos y turbios

“Eso que hoy llaman el true crime es menos un arte que una forma de apelar a los instintos y al escándalo, a lo turbio de nuestra animalidad”.
“Eso que hoy llaman el true crime es menos un arte que una forma de apelar a los instintos y al escándalo, a lo turbio de nuestra animalidad”.

Solo los muy estúpidos dudarían de la potencia narrativa de Pérez-Reverte. Ahí están sus libros, sus sagas, para mostrarla, así como la adicción que provocan. Desde este punto de vista, o sea, en cuanto a la forma, su trabajo solo merece aplausos. Y si ha conseguido perfilar sus relatos de un modo tan magistral, tan paradigmático, es porque ha bebido de los grandes narradores de la historia.

El problema final, su última novela, sigue esa línea. Se trata de un libro que bien podría haber firmado un autor del XIX. Su factura es impoluta; estamos ante la clásica novela de detectives, con aire de misterio y protagonizada por un investigador tan inteligente como estiloso. Recuerda, sí, a Agatha Christie y a Conan Doyle: la atmósfera, los decorados, la actitud de los personajes. Incluso -lo que es más importante- el desvelamiento del misterio, su desenlace final y el magistral modo con que Pérez-Reverte consigue que todo cuadre, resolviendo el rompecabezas.

He aquí la historia: una serie de huéspedes quedan aislados en Utakos, una isla cercana a Corfú, en un pequeño hotel. Mientras esperan que el tiempo mejore, aparece una mujer inglesa muerta. Todo apunta a que se ha suicidado. Sin policía, ni juez que se encargue de levantar el cadáver, encomiendan la investigación a Basil, un actor famoso, ya retirado, conocido por interpretar a Sherlock Holmes. Otro de los hospedados, Foxá, actuará como acólito, ocupando el papel de Watson.

En las incontables entrevistas que ha concedido con motivo de la publicación de su novela, el antiguo corresponsal de guerra ha comentado que su deseo era rendir homenaje a los detectives que han poblado sus tardes, haciéndoselas pasar tan placenteramente. 

En El problema final todo está medido, estudiado; es menos una novela apasionada que el resultado de una fórmula matemática

Pérez-Reverte es de los que sabe que la vida -por desgracia- no se parece demasiado a la literatura y se refugia en ella -o en la historia- para paliar el tedio de la cotidianidad. Eso es algo que se desprende también de sus artículos y conferencias: tiene un punto de vista ácido y mira con algo de condescendencia el patio de colegio de la política y la cultura contemporáneas.

Se nota que en El problema final todo está medido, estudiado; es menos una novela apasionada que el resultado de una fórmula matemática. Porque Pérez-Reverte escribe como otros se dedican a fabricar mesas: sabiendo que, como decía uno, cada día hay que apretar las tuercas y poner las cosas en su sitio, no esperar que las musas se abajen y se pongan a disposición de un escritorzuelo.

Ese es su principal mérito: narrar historias. Se sabe que los grandes guionistas de la edad dorada de Hollywood -y, si no recuerdo mal, Billy Wilder- cumplían a rajatabla horarios en los que daban rienda suelta a su creatividad, escribiendo escenas de diferentes películas en un mismo día. Uno se imagina que la literatura y o el arte de la pantalla es un trabajo arrebatador, pero todo está mucho más medido de lo que pensamos. Quizá, desde fuera, seríamos incapaces de ver la diferencia entre la forma en que trabaja uno de estos creativos y la de un oficinista

Pérez-Reverte rinde homenaje a los detectives y películas que han poblado sus tardes, haciéndoselas pasar tan placenteramente

 

Dos apuntes más, para terminar. El problema final está lleno de cultura y de referencias artísticas. Es decir, no solo los personajes comentan una y otra vez películas y escenas, sino que también su sentido narrativo es principalmente cinematográfico. Por otro lado, la cultura que desprende estas páginas es la gran cultura visual y libresca que formó la mente de las generaciones que nos precedieron y que hoy hemos perdido: los filmes de Hitchcock, los grandes detectives. Salgari o Stevenson. Y también la divertida y familiar cultura que consistía en pasar una tarde en casa jugando al Cluedo.

Por otro lado, Pérez-Reverte está reivindicando una forma de escribir netamente narrativa, como si denunciara que los libros se hayan vuelto demasiado políticos o sangrientos. Justo esta semana hemos sabido que uno de los seleccionados para el prestigioso premio Goncourt había recurrido a un experto para que leyera cuidadosamente su libro, a fin de purgar sus errores identitarios o sus posibles ofensas, como si el arte tuviera que rendirse a la corrección política.

Pero El problema final es también un tributo a la inteligencia, a la agudeza del lector. Pérez-Reverte recuerda las novelas clásicas de misterio, en las que era más importante el desafío intelectual que ensañarse en lo gore. Poco a poco, como denuncia uno de los personajes, el género fue desvaneciéndose, ensangrentándose, haciéndose más visceral y violento. Eso que hoy llaman el true crime es menos un arte que una forma de apelar a los instintos y al escándalo, a lo turbio de nuestra animalidad. Frente a esta tendencia, el remedo de Sherlock Holmes que dibuja Pérez-Reverte es una delicia. Elemental, querido lector.

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