Escribir

Emborronar un papel con nuestros pensamientos es una de las mejores formas para conocer el mundo y conocernos. He aquí, a modo de ejemplo, otras razones para hacerlo

"Escribir es tomar la pluma como el que blande el bisturí para diseccionar con valentía -o rubor- su propia alma".
"Escribir es tomar la pluma como el que blande el bisturí para diseccionar con valentía -o rubor- su propia alma".

Escribir para recordar. Escribir para agradecer. Para fijar, entre cuatro esquinas blancas, un momento preciso del tiempo. Para asimilar un conocimiento, a fin de desentrañar el misterio o iluminar un problema. Con el objetivo de entender y entendernos. Para afrontar el dolor de una pérdida y soportar -si se puede- las penas. Para hacer llevadero el duelo cuando ya no estés.

Escribir para llenar los tiempos muertos, como la tarde de los domingos. Para ocupar las ausencias y los silencios; o con el ruido de fondo de un café, como un poeta maltrecho. Escribir, sí, para contarte mi alegría, la sorpresa que me dieron los amigos o los sufrimientos. Para decirle a alguien que le queremos o quejarnos, con amargura y desilusión, si no nos aman.

Se puede también escribir, por ejemplo, para hablar con un antepasado que ni siquiera hemos conocido porque tal vez abandonó el tren de los vivos cuando nosotros aún no habíamos subido en él. Para conversar con nuestros hijos. Para que alguien nos lea dentro de un porrón de años y hayamos abandonado el barco. A modo de oración, de súplica, dirigida a un Dios íntimo y cordial. Y también para lanzar el papel con nuestra letra dentro de una botella, deseando atenuar la soledad -la espera- de quien acaso viva en medio del mar, solo en su islote, rodeado de agua y agua y más agua. Con horizonte, pero sin esperanza.

“Escribir como un contable: con la misión de apuntar escrupulosamente lo que hicimos o confiamos en hacer. Y lo que sabemos que nunca haremos”

Para tirar del ovillo de nuestro pretérito y seguirlo detenidamente, descubriendo así la fuente exacta de la que nace la arruga de la frente. Escribir como un contable: con la misión de apuntar escrupulosamente lo que hicimos o confiamos en hacer. Y lo que sabemos que no nunca haremos. Anotar los buenos propósitos y nuestras miserias para no engreírnos. O envanecernos con los tantos y sueños realizados.

Escribir, por supuesto, para mirarnos en el espejo de las tachaduras y conocernos mejor a nosotros mismos. Tomar la pluma como el que blande el bisturí para diseccionar con valentía -o rubor- su propia alma. Para asomarnos a la infinitud que somos. Por necesidad o para satisfacer un anhelo. Y por obligación, como el niño que, entre borrón y borrón, balbucea ante la clase los atardeceres malvas del verano.

Escribir casi siempre en medio de la noche, asaltados por las pesadillas o las ambiciones. Y arropados por el fuego que crepita en la chimenea. Escribir y escribir y volver a intentarlo, para tirar lo escrito porque rebosa de impostura, de farsas y disimulos. Escribir nada más levantarnos, con el sueño aún entre pestañas, o emboscados, con el ruido al fondo de un arroyo.

“Escribir como un rebelde, sin atajos ni abreviaturas, renunciando a la vulgaridad y los emoticonos”

Escribir, claro está, bajo las balas, los misiles y los cañones, en una guerra, agazapados en el frente para decir que no tiren nuestra ropa ni erijan una cruz porque aún sigue latiendo la vida -pertinaz y obstinada- en nuestro pecho. O para comunicar a otros que, por desgracia, los suyos han muerto. O para mentirles, diciéndoles que lo último que suspiraron cuando caían en nuestros brazos, un segundo antes de morir, fue, sí, su nombre.

 

Escribir para que cicatricen las heridas o las costuras del espíritu. Para salvar al inocente y avisarle de que la espada está punto de descender sobre su cabeza. O peor aún, de rebanarle el gaznate. Escribir por motivos menos confesables: para delatar, para mentir, para engañar. Para amenazar. Para extorsionar. O para comprometernos de que nunca haremos nada de ello e incluso a fin de pedir perdón, si lo hubiéramos hecho.

Para tachar los odios, el rencor y los celos. Escribir, quizá, con un sentido oculto, jugando con las palabras y sus significados, como un trilero. O a las claras, con el arrojo de quien se enfrenta al toro. Para darnos cuenta, mientras dibujamos argumentos en el papel, de que estamos equivocados, aunque no pese; para emular, en efecto, a los grandes escritores. Para superarlos.

Para hacer reír o felicitar en el cumpleaños a un viejo amigo. Para cultivar la amistad de uno nuevo. Escribir como un rebelde, sin atajos ni abreviaturas, renunciando a la vulgaridad y los emoticonos. Para mejorar la caligrafía y mantener el sentido crítico. Para diagnosticar nuestras emociones. Para que nos pasen cosas buenas, de una vez por todas, aunque sea solo en el escenario límpido de un papel cualquiera. Para ser protagonistas.

Para perdonar a quien buscó ofenderlos y administrarle con ello nuestra humilde absolución. Para decirle al verdugo que no olvidaremos su mirada ni su voz. Para que ese legajo recóndito que encontramos en el archivo no vuelva a quedar sepultado por el polvo y el tiempo y el olvido. Para informar de un descubrimiento, dar parte de una genialidad o atestiguar un milagro.

Para dar noticia de que estamos aquí, todavía vivos, acompasando nuestros pasos con el latir del mundo. Escribir, quizá, como quien se guarece cuando viene la tormenta, empeñándose en sobrevivir. Para caerse y levantarse. Para ser, en fin, nosotros mismos.

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