¿La mejor novela de Muñoz Molina?

‘No te veré morir’, la última obra del académico jienense, aborda el reencuentro de dos amantes cuya relación quedó frustrada por el miedo y la fuerza de expectativas ajenas

“La politización de la literatura es una enfermedad que no discrimina y de ella puede morir tanto la izquierda como la derecha”.
“La politización de la literatura es una enfermedad que no discrimina y de ella puede morir tanto la izquierda como la derecha”.

Hay novelas con un intenso hilo narrativo y otras en las que predomina el estilo, como ocurre con la última publicada por Muñoz Molina. No te veré morir es, junto con la de Pérez-Reverte, la obra más comentada en esta rentrée; ahora bien, en ella la historia -algo manida- no tiene la misma importancia que la forma en que se cuenta y rastrea la interioridad del protagonista.

Gustará seguramente a quien disfrute de los escritores de izquierdas que, aunque virtuosos con la pluma, no dudan en dejar la impronta de sus convicciones -¿o prejuicios?- en todos y cada uno de los párrafos que firman. No creo que comparta con Muñoz Molina más de cuatro o cinco cosas y, de hecho, lo que más me chirría de la novela -en general, del trabajo de quienes se sitúan en el mismo flanco ideológico- es cierto tono pedagógico, la insistencia en incorporar en el arte -entre frase y frase, entre una metáfora y otra- las heces de la corrección política.

Para los mal pensados, he de decir que la politización de la literatura es una enfermedad que no discrimina y de ella puede morir tanto la izquierda como la derecha. Pero vayamos primero con la historia. Muñoz Molina narra el sinsentido de un amor frustrado, el comienzo de una relación que, desgraciadamente queda interrumpida, entre Gabriel Aristu, un joven madrileño prometedor, interesado en medrar en los negocios, y Adriana Zuber, mujer casada, que se enamoran en los sesenta.

El telón de fondo es un Madrid aburguesado, dibujado de forma triste, más gris y pétreo que el arcén de una carretera secundaria, apolillado por el franquismo. A Muñoz Molina, como a otras figuras del escenario público, le da un poco de grima enorgullecerse de ser español; no se reconoce en la pertenencia a un país que considera tridentino y anda fascinado por todo lo de fuera: el europeísmo. A muchos intelectuales españoles les aflige el complejo de inferioridad; por ello, el resplandor que aquí no ven lo atisban en lo que viene con certificado de exportación. Lo foráneo es lo bueno, lo chic. Lo progre.

En algunos momentos de la novela -exquisitamente escrita- se siente ese deje ceñudo, como si lo hispano le reconcomiera las entrañas, frente al atractivo de lo anglosajón. De hecho, se sugiere que si se quiere triunfar -en los negocios, en la cultura, en lo académico- no hay más remedio que alejarse del burocratismo atrasado y paleto de nuestro país, una nación sin futuro.

A muchos intelectuales españoles les aflige el complejo de inferioridad; por ello, el resplandor que aquí no ven lo atisban en lo que viene con certificado de exportación. Lo foráneo es lo bueno, lo chic. Lo progre

El centro argumental de la novela es la tesitura en la que se ve sin querer el joven Aristu: ¿debe seguir su preparación y optar por una carrera profesional que se augura exitosa fuera de España, o ser fiel a sus pasiones: Adriana Zuber y tocar el cello?

El drama existencial que rompe en pedazos la identidad y el equilibrio anímico de Aristu es decidirse por la primera salida. Hay, en este sentido, dos elementos en la novela que agudizan la tensión vital de su protagonista: por un lado, sus sueños recurrentes; y, en segundo término, el recuerdo de su afición por la música, un hobby que había heredado de su padre, crítico musical y hombre adocenado. Sucede, pues, que Aristu siente que ha traicionado su proyecto vital, el amor que sintió con intensidad en los años de su juventud.

Pero No te veré morir es también la historia de la posibilidad de los reencuentros y de la vejez, puesto que Aristu, al cabo de más de treinta años, tras décadas y décadas soñando con el rostro y con la oportunidad que perdió de ligar su suerte con la de Adriana, vuelve a saber de ella gracias a un profesor español destinado en una universidad americana y con un divorcio trágico a cuestas con el que, por casualidad, traba contacto.

 

No es la mejor novela de Muñoz Molina, sino la novela de un escritor que toma conciencia de la vejez y de lo próximo que está el momento en que todo se acaba

Para un amante de la literatura y del arte, la novela tiene un sonido muy especial. Muñoz Molina ha confesado que durante su elaboración estuvo cerca de Bach; hay, además, huellas de esa literatura intimista, sugerente, preciosista, hablando en términos de estilo. Yo, en ocasiones, me he acordado de la cadencia de Marías. A todo ello se une una estructura especial: la primera parte es un solo pensamiento, sin puntos, una única frase de más de setenta páginas, en la que se refleja el ritmo de las emociones de Aristu en primera persona; en la segunda quien toma la palabra es el profesor amigo de Aristu; en el resto, la batuta la coge el narrador.

No es la mejor novela de Muñoz Molina, sino la novela de un escritor que toma conciencia de la vejez y de lo próximo que está el momento en que todo se acaba. Porque ese es el tema: el paso del tiempo, el carácter irrecuperable de la cronología. Aristu se da cuenta de que llegó a la estación demasiado tarde, cuando ya es imposible que el tren nos esté esperando o que regrese para que subamos. Emana de estas páginas un perfume melancólico, nostálgico, pesimista y en ella, cuando el lector menos lo espera, reaparecen los ramalazos ideológicos, que interrumpen el placer de leer una historia muy bien escrita y estructurada, pero demasiado previsible.

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